Viajó a Entre Ríos escapando de los nazis, montó un negocio exitoso y su hijo fundó una empresa que cambió la industria del sexo.

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Viajó a Entre Ríos escapando de los nazis, montó un negocio exitoso y su hijo fundó una empresa que cambió la industria del sexo.

Historia de familia. Felipe junto con su esposa Clara y su hijo Alberto Felipe Kopelowicz nació en la aldea de Mir, actualmente Bielorrusia

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Historia de familia.

Felipe junto con su esposa Clara y su hijo Alberto
Felipe junto con su esposa Clara y su hijo Alberto

Felipe Kopelowicz nació en la aldea de Mir, actualmente Bielorrusia. Tenía 13 años cuando los nazis invadieron su país. Sus padres, que no tenían el dinero necesario para emigrar en familia, debieron elegir a cuál de sus seis hijos evacuar. Por alguna razón que nunca explicaron, lo escogieron a él. Solía contar cómo, entre lágrimas, le dijeron: “Te vas a Sudáfrica”.

En poco tiempo, Felipe se las ingenió para rescatar a tres de sus hermanos. Les pagó el boleto de barco y los mudó a Johannesburgo. Los otros dos murieron en Europa. Durante los años siguientes, se convirtió en un trotamundos: viajó por África, se radicó un tiempo en Inglaterra hasta que decidió probar suerte en América. Eligió un destino que comenzaba a sonar fuerte entre la comunidad judía de Europa Central y Asia: Basavilbaso, Entre Ríos.

La Jewish Colonization Association creada a fines de siglo XIX por el barón alemán Mauricio de Hirsch había comprado terrenos alrededor de la estación de tren. Allí, en las colonias que recibían a los inmigrantes judíos que escapaban del hambre, la desocupación, la miseria y las segregaciones políticas, raciales y religiosas, Felipe Kopelowicz comenzó a forjar su historia en la Argentina.

“Tenía capacidades únicas”

Felipe Kopelowicz heredó el nombre de su abuelo. Es la segunda generación nacida en el país. Tiene 50 años y dirige la empresa “Kopelco”. Carga sobre sus hombros la presión de estar “a la altura” de su padre y su abuelo que, cada uno a su tiempo, forjaron un pequeño imperio. Ahora, en la fábrica de Villa Lynch, revive la historia -y leyenda- de su familia, ligada a una marca conocida por todos los argentinos.

-¿Por qué tus bisabuelos eligieron a Felipe y no a otro de sus cinco hermanos?

-Es una buena pregunta. La verdad que no lo sé, pero intuyo que era porque detectaron capacidades únicas en él. Mi abuelo pertenecía a la categoría “inventores”. No sé si alguna vez conociste a alguien así: son personas altamente ingeniosas, que inventan cosas de la nada y que tienen el mismo talento para resolver problemas. Mis bisabuelos notaron eso.

-¿Cómo llegó a la Argentina?

-Él y sus hermanos estaban establecidos en Johannesburgo. Pero, después de un tiempo, Felipe se fue a vivir a Londres. Y después, no sé por qué locura, apareció acá. No tenemos un archivo familiar que explique bien eso, solo sabemos que llegó a la Argentina a eso de los 20 años y que se radicó en Basavilbaso. Ahí conoció a mi abuela y se casaron.

Allí, Felipe trabajó como ebanista. Fabricó sillas y mesas para su familia. Así se las rebuscó durante un tiempo, hasta que dio con una idea brillante: fabricar colitas ruteras, las piezas de goma que van detrás de las ruedas de los autos, cuyo propósito es evitar las descargas eléctricas.

“En esa época no venían incorporadas; era un negocio que explotaba la gente de Pirelli que las vendía por separado. Mi abuelo fabricó una máquina modernísima, que se auto afilaba y que producía esas gomitas. La cuidaba como oro: la guardaba en una habitación que hizo construir específicamente para protegerla. Tan orgulloso estaba que la bautizó con su propio apellido, Kopelowicz”, describe su nieto.

Al joven bielorruso le fue muy bien fabricando ese producto: le quitó buena parte de la clientela a Pirelli. Amasó una breve fortuna.

Al mismo tiempo, Felipe se enamoró, se casó y tuvo familia. Su primer hijo, Alberto Kopelowicz, empezó a trabajar con él cuando cumplió 6 años. Recorría los vagones del tren “de punta a punta” con una bolsa de tiritas en la mano. Empezaba la jornada con un gran cargamento y volvía a su casa, por la noche, con los bolsillos llenos de dinero.

Pero la sociedad “padre-hijo” terminó algunos años más tarde de forma abrupta: Alberto se cansó, renunció y consiguió trabajo en una panadería. Estaba decidido a forjar su propio camino. Sin embargo, al poco tiempo de comenzar, su padre enfermó y murió. Alberto comprendió que la mejor opción era dejar la panadería, retomar el negocio todavía exitoso que había fundado su padre y expandirlo. Tenía dinero, la herencia, para hacerlo.

-¿Qué hizo Alberto, tu padre, con la herencia?

-Con la herencia, que habrá sido de unos 30 mil dólares a plata de hoy, mi papá viajó a Brasil a conocer a un “especialista en hilado de goma”. Quería perfeccionarse para aprovechar su materia prima: sabía que con la goma, con la que hacía las colitas ruteras, podía fabricar cualquier cosa. El brasileño le contó todos sus secretos, pero no lo hizo de forma desinteresada: le cobró casi 15 mil dólares por sus lecciones. Habrá pensado “este no me va a competir, vive en otro país”… Pero la realidad es que mi papá era un especialista en copiar procesos mecánicos. Volvió a la Argentina decidido a abrir una fábrica de hilado de látex. Compró un galpón en José León Suárez y empezó a construir una máquina idéntica a la que había visto en Brasil. Le costó más de lo que había imaginado. Al principió no le salía. Fallaba, fallaba y fallaba. Pensó en suicidarse, en tirarse dentro de la máquina… ¡Imaginate hasta dónde se exigía! Siguió intentando hasta que un día logró la máquina que quería.

-¿Qué productos fabricó primero?

-Empezó con los elásticos que se usaban en la ropa interior y le fue bárbaro. También hacía el elástico que va en las medias, ese que evita que se caigan. Para él, era como cazar en un zoológico, no había competencia. Qué decirte, se lo merecía, se la había jugado toda. Y no paraba de trabajar. Con mi mamá le llevábamos ollas de comida a la fábrica, muchas veces dormía ahí.

-En un principio no tenía competencia. Pero luego, en la época de Martínez de Hoz, se abrieron las importaciones. ¿Cómo lo afectó ese cambio?

-Muchísimo, porque de repente la gente tuvo la posibilidad de adquirir el mismo producto desde el exterior a un precio muchísimo menor. Perdió clientes de la noche a la mañana, pero reaccionó. “Ahora voy a hacer juguetes”, dijo. Y diseñó un producto llamado “kopones”, que se hacía con el mismo hilado y luego se teñía de colores. Tuvo bastante éxito.

-¿Cuándo empezaste a trabajar en la empresa familiar?

-A los 11. Como papá, empecé con las colitas ruteras. Mi papá traía las gomitas a casa y yo las terminaba de cortar. Al día siguiente, después del colegio, iba a los kioscos a venderlas con mis amigos. Hacíamos lo mismo con los kopones. En un momento, había más de 100 chicos ayudándonos. Yo les daba cajas de producto en consignación y ellos traían la plata al otro día. Ahí mi papá me empezó a prestar un poco más de atención. Algunos años más tarde, sin dejar de trabajar jamás, me gradué en Finanzas.

A la derecha, Felipe Kopelowicz nieto, en un stand de
A la derecha, Felipe Kopelowicz nieto, en un stand de «Kopones» Noelia Marcia Guevara/AFV

-Ya consolidados en la industria del látex, imagino que habrán pensado en fabricar cualquier cosa.

-Nos fuimos metiendo en muchos negocios. Cambiamos el nombre de la empresa un par de veces: empezamos como “Kopelowicz” y después nos rebautizamos “Kopelco”. Pero el quiebre, el punto de inflexión en nuestra historia, se dio en la década del 80, cuando mi papá viajó a Dusseldorf para asistir a una de esas convenciones en las que se exhiben las novedades de la industria. Él ya se había aburrido de los productos que fabricábamos.

-¿Y qué descubrió en Alemania?

-Cuando volvió, trajo un producto que le había llamado la atención. “¿Qué es eso?”, le preguntamos. Y nos empezó a explicar. Hasta ese momento casi no había un mercado de preservativos en la Argentina. Existían marcas como Camaleón o Velo Rosado, pero mi papá tenía una idea innovadora que superaría todos los estándares.

-Ustedes tenían algunas máquinas y conocían el látex. ¿Era suficiente para fabricar preservativos?

-No. Cuando le pedimos más información, mi papá nos explicó que los preservativos se fabricaban con la misma materia prima… Pero dijo, no me olvido más, que el producto era “difícil de copiar”. Primero contrató a un químico, Guillermo Menna, para que trabajase en la producción. Pero todavía faltaba la máquina, que era muy distinta a la que teníamos, y valía un millón de dólares. Nosotros no teníamos un mango (ríe). ¿Qué hicimos? Empezamos a mandar cartas a los fabricantes haciéndonos pasar por compradores. ¡Mentira! Solo queríamos que nos dejaran ver las máquinas. Finalmente, un italiano nos dejó entrar a su fábrica. Teníamos que actuar rápido, porque el consumo de preservativos ya estaba creciendo en la Argentina.

-Intuyo que el italiano no sabía que tu padre había desarrollado una capacidad extraordinaria, que podía copiar una máquina con solo verla funcionar.

-(ríe) Yo creo que sí sabía, porque sólo le dejó ver la máquina durante 15 segundos. Y no le permitió filmar ni grabar nada. Mientras el italiano le explicaba los procesos, mi viejo no le prestaba atención: se concentraba en el mecanismo, en el molde, en las ruedas de inmersión… En cada paso. En esos 15 segundos, la grabó en su memoria.

De regreso en la Argentina, Alberto Kopelowicz puso manos a la obra: empezó a desarrollar, a prueba y error, la máquina para fabricar preservativos, tal como lo había hecho algunos años antes con la máquina de hilado que había visto en Brasil. Su fábrica en Villa Lynch fue reacondicionada y modernizada. “Todavía teníamos piso de tierra”, recuerda Felipe. Alberto logró la máquina con facilidad y, junto a Guillermo Menna, empezó a fabricar los primeros preservativos “Tulipán”.

-¿Cómo llegaron al nombre “Tulipán”?

-Ahí hubo distintas opiniones. Yo quería poner un nombre fuerte, masculino. Pero mi papá pensaba más en la visión de la mujer. Él sabía que la mujer se iba a empoderar y que iba a ser decisoria. Entonces inventó un nombre con el que a una chica no le diera vergüenza pedir preservativos. Eso pensaba él.

-En paralelo crearon otra marca, “Gentleman”.

-Sí. Gentleman iba más en línea con lo que yo buscaba. Pero no pasó nada, no creció al ritmo de Tulipán. Y eso que era el mismo producto, las mismas características… Se ve que la gente eligió su marca.

“Las ventas se duplicaban mes a mes”

-Decías que tu padre pensaba en un preservativo “innovador”. ¿Cuál era la novedad?

-El testeo electrónico. Antes, en la Argentina, había preservativos que venían con agujeros. Se los observaba, pero era un control visual que solo servía para evitar errores animales.

-¿Cómo funciona el testeo electrónico?

-Lo que se hace es intentar pasar electricidad de un lado al otro del preservativo. El látex es un aislante térmico, entonces si la electricidad pasa es porque hay un agujero. Ese control fue como un antes y después en la industria. La gente se quedó tranquila. Apenas arrancamos, las ventas se duplicaban mes a mes.

-¿Cómo era ese primer preservativo? ¿Muy diferente al de hoy?

-Arrancamos haciendo un preservativo más bien grueso, más seguro. Queríamos enfatizar en el tema del cuidado. Obvio que eso atentaba contra la sensibilidad, pero fue una elección nuestra. Uno usa un preservativo para sentirse seguro, no por placer. Entonces nos concentramos en eso. Luego, con el correr del tiempo, fuimos fabricando muchísimas variantes nuevas.

Hoy, los preservativos Tulipán son hechos desde Tailandia; tardan, aproximadamente y desde el día en que son fabricados, 30 días en llegar a la Argentina; viajan en barco y amarran en el puerto de Buenos Aires; cada buque trae 3.168.000 unidades.

-¿Cuántos preservativos vendían mensualmente?

-Más o menos 100 gruesas. Luego 500. Luego 1000. Una ”gruesa” es un cajón que trae de 48 cajitas de 3 cada uno. Es decir, cada gruesa lleva 144 preservativos. Más adelante llegamos a vender 50000 gruesas por mes.

-¿Hay alguna razón particular por la que se les llama “gruesas”?

-No, no tiene ningún sentido. No hay respuesta.

-¿Por qué cada cajita trae 3 preservativos?

-Otra buena pregunta. ¿Sabés por qué? Porque el 3 es un número mágico. Es una cuestión de marketing: cuando vos tenés un negocio, vendas cajas, botellas de agua o lo que fuere, lo mejor es exhibir tu producto de a 3 unidades. Es una cuestión visual que atrae al comprador. Si te ponés a pensar, hasta es poco práctico (ríe), porque muy poca gente usa los 3 de un saque… suelen sobrar 1 o 2, que después pueden perderse.

-¿Hay algún “mito” acerca del uso del preservativo al que quieras referirte?

-Hace un tiempo viajé a San Juan para conocer a un cliente, un dueño de una farmacia. Charlando con las chicas que atendían, me contaron que hay un señor que iba mucho a quejarse, diciendo que le apretaba mucho y preguntando si se podía conseguir un modelo más grande. A diferencia de la creencia popular, cuando aprieta, no es porque “te queda chico”, es porque no lo podés desenrollar del todo. Lo que aprieta, en ese caso, es el anillo, no el preservativo todo. Nosotros estamos trabajando en un producto nuevo que se va a llamar “Big”; es un modelo que va a tener un ancho nominal de 60mm, 7 mm más ancho que los comunes. Eso puede ayudar, pero hay un riesgo: que se escape con facilidad.

Felipe, en su despacho de Villa Lynch, el mismo lugar donde su padre dio inicio a
Felipe, en su despacho de Villa Lynch, el mismo lugar donde su padre dio inicio a «Tulipán» Noelia Marcia Guevara/AFV

-Felipe, ¿qué es Tulipán para vos?

-Es todo para mí. No es que yo heredé la licencia de “Montoto”, por dar un ejemplo. Tulipán es mi familia, es mi historia, mi vida. Trabajando acá formé vínculos con personas muy importantes, por ejemplo el doctor Jorge M. Agoff, quien fue nuestro gerente durante 30 años.

-¿Qué opinás del preservativo como método anticonceptivo, en general?

-Más allá de su eficacia y éxito a nivel mundial, es un producto que ha cambiado muy poco a lo largo del tiempo. Mirando la historia desde ese ángulo, considero que fracasó.

-¿Por qué?

-Porque a la gente todavía no le gusta usarlos. Muchos dicen “Uf, tengo que usar preservativo”. Y yo quiero cambiar eso, quiero que las personas los disfruten. Creo que recién ahora están apareciendo soluciones para ese problema histórico.

-¿Qué aspectos se podrían mejorar para lograr ese cometido?

-En primer lugar, el olor, que es un problema presente en todas las marcas del mundo. A partir de ahora, Tulipán va a enmascarar el olor a látex con un aroma muy suave. Luego, también queremos que sean más cristalinos, también una cuestión a resolver en el rubro; para lograr eso se trabaja sobre la proteína del látex. Mi objetivo es que los hombres no se den cuenta de que están usando un preservativo, y que al mismo tiempo les guste y se diviertan.

Fuente: La Nación – Mariano Chaluleu

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